URBANIDAD


URBANIDAD 
 CAPITULO I  
Principios generales 
 I. — Llamase URBANIDAD el conjunto de reglas que tenemos que observar para comunicar dignidad, decoro y elegancia a nuestras acciones y palabras, y para manifestar a los demás la benevolencia, atención y respeto que le son debidos. 

 II. — La urbanidad es una emanación de los deberes morales, y como tal, sus prescripciones tienden todas a la conservación del orden y de la buena armonía que deben reinar entre los hombres y estrechar los lazos que los unen, por medio de impresiones agradables que produzcan los unos sobre los otros. 

 III. — Las reglas de la urbanidad nos enseñan a ser metódicos y exactos en el cumplimiento de nuestros deberes sociales: a dirigir nuestra conducta de manera que a nadie causemos mortificación o disgusto; a tolerar los caprichos y debilidades de los hombres; a ser atentos, afames y complacientes, sacrificando, cada vez que sea necesario y posible, nuestros gustos y comodidades a los ajenos gustos y comodidades; a tener limpieza y compostura en nuestras personas, en nuestros vestidos y en nuestra habitación, para fomentar nuestra propia estimación y merecer la de los demás, y a adquirir, en suma, aquel tacto fino y delicado que nos hace capaces de apreciar en sociedad todas las circunstancias, y proceder con arreglo a lo que cada una exige.  

IV. — Por medio de un atento estudio de las reglas de la urbanidad, y por el contacto con las personas cultas y bien educadas, llegamos a adquirir lo que especialmente se llama buenas maneras o buenos modales, lo cual no es otra cosa que la decencia, moderación y oportunidad en nuestras acciones y palabras, y aquella delicadeza y gallardía que aparecen en todos nuestros movimientos exteriores, revelando la suavidad de las costumbres y la cultura del entendimiento. 

 V. — La etiqueta es una parte esencialísima de la urbanidad. Dase este nombre al ceremonial de usos, estilos y costumbres que se observan en las reuniones de carácter elevado y serio, y en aquellos actos cuya solemnidad excluye todos los grados de la familiaridad y la confianza.

 VI. — Por extensión se considera igualmente la etiqueta, como el conjunto de cumplidos y ceremonias que debemos emplear con todas las personas, en todas las situaciones de la vida. Esta especie de etiqueta comunica al trato en general, aun en medio de la más íntima confianza, cierto grado de circunspección que no excluye la expansión del alma ni los actos más afectuosos del corazón, pero que tampoco admite aquella familiaridad sin reserva y sin freno que relaja los resortes
de la estimación y del respeto, base indispensable de todas las relaciones sociales.  

VII. — De lo dicho se deduce que las reglas generales de la etiqueta, deben observarse en todas las cuatro secciones en que están divididas nuestras relaciones sociales, a saber: la familia o el círculo doméstico: las personas extrañas de confianza: las personas con quienes tenemos poca confianza; y aquellas con quienes no tenemos ninguna.  

VIII. — Nada hay sin embargo, más repugnante que la exageración de la etiqueta. Si bien la mal entendida confianza destruye, como hemos dicho, la estimación y el respeto que todos nos debemos, la falta de discreta naturalidad puede convertir las ceremonias de la etiqueta en una ridícula afectación.

 IX — Grande debe ser nuestro cuidado en limitarnos a usar con cada persona de la suma de confianza a que racionalmente nos consideremos autorizados. Todo exceso en este punto es propio de almas vulgares, y nada contribuye más eficazmente a relajar, y aun a romper los lazos de la amistad. 

 X. — Las leyes de la urbanidad, en cuanto se refieren a la dignidad y decoro personal y a las atenciones que debemos a los demás, rigen en todos los tiempos y en todos los países civilizados de la tierra; pero en ciertos casos pueden estar sujetas a la índole, a las inclinaciones y aun a los caprichos de cada pueblo.  

XI. — Es una regla importante de urbanidad, el someternos estrictamente a los usos de etiqueta que encontremos establecidos en los diferentes pueblos que visitemos, y aun en los diferentes círculos de un mismo pueblo donde se observen prácticas que les sean peculiares.  

Xll. — El imperio de la moda, a que debemos someternos en cuanto no se aparte de la moral y de las buenas costumbres, influye también en los usos y ceremonias pertenecientes a la etiqueta propiamente dicha, haciendo variar a veces en uu mismo país la manera de proceder en ciertos actos y situaciones sociales.  

XIII. — Siempre que en sociedad ignoremos la manera de proceder en casos dados, sigamos el ejemplo de personas más cultas que en ella se encuentren; y cuando esto no nos sea posible, decidámonos por la conducta más seria y circunspecta. 

 XIV. — El hábito de respetar las convenciones sociales contribuye también a formar en nosotros el tacto social, el cual consiste en aquella delicada mesura que empleamos en todas nuestras acciones y palabras, para evitar hasta las más leves faltas de dignidad y decoro: complacer siempre a todos y no desagradar jamás a nadie.  

XV. — Las atenciones y miramientos que debemos a los demás, no pueden usarse de una manera igual con todas las personas indistintamente. La urbanidad estima la sociedad y el mismo Dios; así es que obliga a dar preferencia a unas personas sobre otras, según su edad, el predicamento de que gozan, el rango que ocupan, la autoridad que ejercen y el carácter de que están vestidas.  

XVI. — Según esto, los padres y los hijos, los obispos y los demás sacerdotes, los magistrados y los particulares, los ancianos y los jóvenes, las señoras y las señoritas, la mujer y el hombre, el jefe y el subalterno, y en general, todas las personas entre las cuales existen desigualdades legítimas y racionales, exigen de nosotros actos diversos de civilidad que se indicarán más adelante, basados en los dictados de la justicia y de la sana razón, y en las prácticas que rigen entre gentes cultas y bien educadas.  

XVII. — Hay ciertas personas para con las cuales nuestras atenciones deben ser más exquisitas que para con el resto de la sociedad, y son los hombres virtuosos que han caído en desgracia. Debemos manifestarles con actos bien marcados de civilidad, que sus virtudes suplen en ellos las deficiencias de la fortuna.  

XVIII. — La civilidad presta encantos a la virtud misma; y haciéndola de este modo agradable y comunicativa, le conquista partidarios e imitadores en bien de la moral y de las buenas costumbres.  

XIX. — La civilidad presta igualmente sus encantos a la sabiduría. Al hombre instruido no le bastan sus conocimientos científicos, por extensos que sean, para hacerse agradable en sociedad: necesita para ello poseer además las dotes de una buena educación, mostrarse siempre atento, amable y complaciente. 

 XX. — La urbanidad necesita a cada paso del ejercicio de una gran virtud, que es la paciencia. Y a la verdad, poco adelantaríamos con estar siempre dispuestos a hacer en sociedad todos los sacrificios necesarios para complacer a los demás, si en nuestros actos de condescendencia se descubriera la violencia que nos hacíamos, y el disgusto de renunciar a nuestras comodidades, a nuestros deseos, o a la idea ya consentida de disfrutar de un placer cualquiera.  

XXI. — La mujer encierra en su ser todo lo que hay de más bello o interesante en la naturaleza humana, y esencialmente dispuesta a la virtud, por su conformación física y moral y por la vida apacible que lleva, en su corazón encuentran digna morada las más eminentes cualidades sociales. Pero la naturaleza no le ha concedido este privilegio, sino en cambio de grandes privaciones y sacrificios y de gravísimos compromisos con la moral y con la sociedad; y si aparecen en ella con mayor brillo y realce las dotes de buena educación, de la misma manera resaltan en todos sus actos, como la más leve mancha en el cristal, hasta aquellos defectos insignificantes que en el hombre pudieran alguna vez pasar inadvertidos.  

XXlI. — Piensen, pues, las jóvenes que se educan, que su alma, templada por el Creador para la virtud, debe nutrirse únicamente con los conocimientos útiles que sirven a ésta de precioso ornamento: que su corazón, nacido para hacer la felicidad de los hombres, debe caminar a su noble destino por la senda de la religión y del honor; y que en las gracias, que todo pueden embellecerlo y todo pueden malograrlo, tan sólo deben buscar aquellos atractivos que se hermanan bien con el pudor y la inocencia.  

XXIII. — La mujer tendrá por seguro norte, que las reglas de la urbanidad adquieren, respecto de su sexo, mayor grado de severidad que cuando se aplican a los hombres; y en la imitación de los que poseen una buena educación sólo deberá fijarse en aquellas de sus acciones y palabras que se ajusten a la extremada delicadeza y demás circunstancias que le son peculiares. Así como el hombre que tomase el continente y los modales de la mujer, aparecería tímido y encogido, de la misma manera, la mujer que tomara el aire desembarazado del hombre, aparecería inmodesta y descomedida.  

XXIV. — Para llegar a ser verdaderamente cultos y corteses, no nos basta conocer simplemente los preceptos de la moral y de la urbanidad: es, además, indispensable que vivamos poseídos de la firme intención de acomodar a ellos nuestra conducta, y que busquemos la sociedad de las personas virtuosas y bien educadas, e imitemos sus prácticas en acciones y palabras.  

XXV. — En ningún caso nos es lícito faltar a las reglas más generales de la civilidad respecto de las personas que por algún motivo creare os indignas de nuestra consideración y amistad. La benevolencia, la generosidad y nuestra propia dignidad, nos prohíben mortificar jamás a nadie; y cuando estamos en sociedad, nos lo prohíbe también el respeto que débenos a las demás personas que la componen.  

XXVI. — Consideremos, por último, que codos los hombres tienen defectos, y que no por esto debemos dejar de apreciar sus buenas cualidades. Aun respecto de aquellas prendas que no poseen, y de que rin embargo suelen envanecerse sin ofensa de nadie, la civilidad nos prohíbe manifestarles directa ni indirectamente que no se las concedamos. Nada perderemos con dejar a cada cual en la idea que de sí mismo tenga formada; al paso que muchas veces seremos nosotros mismos objeto de esa especie de consideraciones, pues todos tenemos caprichos y debilidades que necesitan la tolerancia de los demás.

Comentarios

  1. la urbanidad es tener responsabilidades con nosotros mismos, como estar aseados con nuestro cuerpo, ropa, cuadernos , y en toda nuestra vida cotidiana., respectar a los demas ya que son nuestra fuente de aprendizaje.

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    1. Sebastián Vélez 6-5
      Me parece que la urbanidad es lo mismo que la cívica.

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  2. Me parece que la urbanidad es lo mismo que el civismo.

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